Santa Teresa se unía a Dios y lo gozaba intensa y extasiadamente

por Arturo Michel Pérez


En las moradas del alma
hay tantas “cosas tan deleitosas que
desearéis deshaceros en alabanzas del gran Dios
que las crió a su imagen y semejanza”
Santa Teresa, El castillo interior


Santa Teresa de Jesús vivió sesenta y siete años (1515-1582) de los cuales veintiséis (1556-1582) los dedicó fundamentalmente a un viaje interior que realizó a través de su inconmensurable alma para encontrar a Dios y unirse a Él.
Las historias más importantes de ese viaje las dejó escritas en sus Relaciones Espirituales, El libro de su vida (1562) y El castillo interior, mejor conocido como Las moradas (1577).
Una síntesis muy rápida de lo que descubre en sí misma, pero que lo considera de validez para todos es lo siguiente:

Es una lástima que no nos entendamos ni conozcamos nuestra identidad: somos fascinantemente divinos porque estamos hechos a imagen y semejanza de Dios, pero en la vida diaria lo ignoramos y la ignorancia tiene sus consecuencias: nuestra vida y comportamiento no son divinamente hermosos sino placentera y dolorosamente humanos.
En la mayoría de la gente Dios vive en el centro de su alma como un Rey que no gobierna. No somos un reino de Dios porque “los habitantes de nuestro mundo interior” están dispersos, desconectados, indiferentes entre sí y divertidos en sus cosas o peleando entre sí, buscando imponerse unos a otros con todas sus fuerzas, queriendo convertirse en reyes sin tener ni la habilidad ni el poder para hacerlo.
Podemos convertirnos en el reino de Dios, es decir, ser lo que necesitamos ser, y comportarnos en consecuencia, si hacemos un viaje interior y encontramos a Dios en el centro de nuestra alma y nos unimos a El de tal modo que podamos decir: “Ya no soy yo, es Dios quien vive en mí”. Podemos convertirnos en el reino de Dios y ser auténticamente lo que somos si hacemos lo que hizo Cristo: unir la divinidad y la humanidad; realizar la oración de Cristo: “Que todos sean uno como tú y yo, Padre, somos uno”.

Para entender mejor todo esto que nos dice, recorramos los momentos más importantes de su vida en relación a su experiencia de Dios.

La búsqueda del cielo en la infancia

Teresa leyó que en el cielo había grandes bienes y eran para siempre. La eternidad le impactaba mucho y solía repetir frecuentemente: “para siempre, siempre, siempre”, y como sabía que el camino más rápido para llegar al cielo y disfrutar de esos bienes era el martirio, intentó irse al África, “a tierra de moros”, con su hermano Rodrigo, “para que allá nos descabezasen” , pero su tío Francisco los encontró caminando por la ruta a Salamanca, lejos de la ciudad de Ávila, y los regresó a su casa.

Adolescencia: libros de caballería, amistades, amores y vocación

De su madre aprendió la afición a los libros de caballería, pero la excedió como lectora pues Teresa se metía en ellos muchas horas del día y de la noche: “Era tan extremo lo que en esto me embebía, que si no tenía libro nuevo, no me parece tenía contento”.
A los catorce años hace amistad con una pariente suya, “de livianos tratos”, que visitaba frecuentemente su casa y que la indujo a “perder el temor de Dios”, pero no el de la deshonra. Teresa guardaba las apariencias: “Con pensar que no se había de saber, me atrevía a muchas cosas bien contra ellas y contra Dios”. Para ello contaba con el apoyo de su amiga y la colaboración de las criadas. Aparentemente esto se relaciona también con un amorío de un primo suyo, al que veía en secreto. Dice que la disculpa para lo que hizo es que estaba tratando “con quien por vía de casamiento me parecía podría acabar bien” y su confesor y otras personas le decían que “no iba contra Dios”. Pero agrega que el peligro de perder la honra estuvo a la mano y que todo el asunto debió de no ser tan secreto pues su padre sospechó y la llevó como interna a un convento de monjas agustinas “donde se criaban personas semejantes, aunque no tan ruines en costumbres como yo”.
De esta época del internado dice: “Yo estaba entonces ya enemigísima de ser monja”. En ese lugar estuvo año y medio muy mejorada: “Comencé a rezar muchas oraciones vocales, y a procurar con todas me encomendasen a Dios, que me diese estado en que le había de servir” pero todavía deseaba no ser monja “aunque también temía el casarme (…)“Miraba más el gusto de mi sensualidad y vanidad, que lo bien que me estaba mi alma”.
“Diome una gran enfermedad, que hube de tornar a casa de mi padre. En estando buena llevaronme en casa de mi hermana” María de Cepeda “que era en extremo el amor que me tenía”.
Estuvo también un tiempo en casa de su tío Pedro que le pedía le leyera en voz alta libros religiosos y “ansí leídas como oídas, y la buena compañía, vine a ir entendiendo la verdad de cuando niña” de que todo era nada, de la vanidad del mundo, de cómo acababa todo pronto “y temer, si me hubiera muerto, cómo me iba al infierno; y aunque no acababa mi voluntad de inclinarme a ser monja, vi era el mijor y más siguro estado; y ansí poco a poco me determiné a forzarme para tomarle”.
Decidió ser monja porque era más soportable que ir al purgatorio; y así podría ir derecho al cielo: “en este movimiento de formar este estado, más me parece me movía un temor servil que amor”.

Ingresa al convento y al año se enferma gravemente

Teresa ingresó al convento de la Encarnación (1536), para ser monja, pero le dolió mucho su decisión porque perdió la convivencia cotidiana con su padre y su familia.
El primer año lloró mucho por sus pecados y las monjas interpretaron su llanto como un disgusto de su estancia en el convento, en parte también porque se la pasaba enferma: “La vida y manjares me hizo daño a la salud, que aunque el contento era mucho, no bastó. Comenzaronme a crecer los desmayos, y diome un mal de corazón tan grandísimo, que ponía espanto a quien lo veía y otros muchos males juntos; y ansí pasé el primer año con harto mala salud, aunque no me parece ofendí a Dios en él mucho. Y como era el mal tan grave, que casi me privaba del sentido siempre, y algunas veces, del todo quedaba sin él, era grande la diligencia que traía mi padre para buscar remedio; y como no le dieron los médicos de aquí, procuró llevarme a un lugar” que tenía mucha fama de curar diversas enfermedades. Estuvo un año por allá y los remedios que le dieron agravaron su enfermedad.
“A los dos meses, a poder de medicinas, me tenía casi acabada la vida; y el rigor del mal de corazón, de que me fui a curar, era mucho más recio, que algunas veces me parecía con dientes agudos me ansían de él, tanto que se temió era rabia.” Sólo podía comer una “bebida de gran hastío” y se le empezaron a encoger los nervios generándole dolores insoportables de día y de noche, sin descanso. Esto la metió también en “una tristeza muy profunda”.
Después de esto su padre la llevó con otros médicos que la desahuciaron. Los nervios seguían encogiéndose provocándole dolores intolerables de pies a cabeza hasta que a mediados de agosto entró en una especie de estado de coma y muerte: “me duró estar sin ningún sentido cuatro días, poco menos”. De hecho dejó de respirar y le pusieron cera en los párpados para enterrarla, pero su padre se negó a aceptar su muerte. Decía: “¡Esta hija no es para enterrar!” La sepultura del convento la estuvo esperando día y medio, pero Teresa volvió en sí.
“Estoy con gran espanto llegando aquí, y viendo como parece me resucitó el Señor, que estoy casi temblando entre mí. Paréceme fuera bien, ¡oh ánima mía!, que miraras del peligro que el Señor te había librado, y ya que por amor no le dejabas de ofender, lo dejaras por temor, que pudiera otras mil veces matarte en estado peligroso”.
Pero volver en sí no quiere decir que se curó. Sintió: “la lengua hecha pedazos de mordida; la garganta de no haber pasado nada y de la gran flaqueza, que me ahogaba, que aun el agua no podía pasar. Todo me parecía estaba descoyuntada, con grandísimo desatino en la cabeza; toda encogida, hecha un ovillo, porque en esto paró el tormento de aquellos días” sin poder mover “ni brazo, ni pie, ni mano, ni cabeza, más que si estuviera muerta”. Solo podía mover un dedo de la mano derecha. “Pues llegar a mí no había cómo; porque todo estaba tan lastimado, que no lo podía sufrir”.
“Estar ansí me duró más de ocho meses; el estar tullida, aunque iba mejorando, casi tres años. Cuando comencé a andar a gatas, alababa a Dios”.
Como los médicos o no la curaban o la empeoraban decidió acudir a “los médicos del cielo”: “Tomé por abogado y señor al glorioso san Josef, y encomendéme mucho a él” y fue el que la curó de su enfermedad, incluso mejor que lo que ella había pedido. “No me acuerdo hasta ahora haberle suplicado cosa, que la haya dejado de hacer”.

El descubrimiento de la oración mental

Para Santa Teresa la puerta de entrada al alma es la oración. Como su nombre lo indica, orar es hablar, establecer comunicación. Esto lo ve claramente en el pueblo de Becedas, poco antes de someterse a los remedios que casi la llevaron a la tumba.
En ese lugar un tío suyo le regaló el libro de Francisco de Osuna, Tercer Abecedario, y descubrió en él la oración mental, que después definió como tratar “a solas con quien sabemos que nos ama”.
Osuna distingue tres maneras de orar: la primera está en el plano de la fe “es como cuando se escribe a un amigo”. Es la oración vocal, se le pide a Dios lo que se necesita. Se habla a Dios con la boca. La segunda está en el plano de la esperanza: se espera la respuesta del amigo al que se escribió. Aquí se le habla a Dios con el corazón. La tercera manera está en el plano del amor: es como si fuéramos en persona a ver a ese amigo. Es la oración mental. Aquí el espíritu se alza y habla con Dios.
De este descubrimiento Teresa nos dice: “No sabía cómo proceder en oración, ni cómo recogerme, y ansí holguéme mucho en él, y determinéme a siguir aquel camino con todas mis fuerzas; como ya el Señor me había dado don de lágrimas, y gustaba de leer, comencé a tener ratos de soledad, y a confesarme a menudo, y comenzar aquel camino tiniendo aquel libro por maestro”.
Este inicio en el camino de la oración le permitió llevar con paciencia los peores momentos de la parálisis y de su enfermedad: “Traía muy de ordinario estas palabras de Job en el pensamiento: “Pues recibimos los bienes de la mano del Señor, ¿por qué no sufriremos los males?” Esto parece me ponía esfuerzo”.

La diversión y el abandono de la oración

A pesar de que Teresa encontró una manera muy atractiva de hacer oración y de que había decidido seguir ese camino con todas sus fuerzas; a pesar de que San José la había curado de la parálisis; se dedicó a cumplir con las formalidades de la congregación religiosa y a divertirse.
El locutorio del convento de la Encarnación, como otros locutorios, era un centro de reunión de caballeros, hidalgos y damas de la nobleza. Teresa se convirtió en la principal atracción. Su curación la puso de moda y muchas personas de toda condición la visitaban por su simpatía, inteligencia y buen humor. También se ausentaba seguido del convento porque las grandes familias de Ávila se disputaban su compañía.
Podemos tener una idea del impacto que dejaba en la gente, en especial en los años posteriores a los que aquí se cuentan, retomando dos de los muchos comentarios sobre su estilo. El padre Pedro de la Purificación decía que Teresa: “tenía tan suave conversación, tan altas palabras y la boca tan llena de alegría que nunca cansaba y no había quién se pudiese despedir de ella”. Por su parte, “el licenciado Don Antonio Aguiar, que la conoció ya de avanzada edad, en Burgos, dice que pasaba junto a ella “las horas del día sin sentir y las de la noche con el ansia de volver a verla al día siguiente””.
Las monjas más agraciadas eran más visitadas por sus devotos que las que no lo eran tanto, y algunas prolongaban “su apostolado” fuera de las horas del locutorio y hablaban por agujeros o de noche.
Teresa no era de estas últimas, pero entre los caballeros que la visitaban con mayor frecuencia había uno al que estaba muy apegada, parece que se llamaba Francisco de Guzmán, de una de las familias más nobles de Castilla.
De esta época nos dice: “ansí comencé de pasatiempo en pasatiempo, y de vanidad en vanidad, de ocasión en ocasión, a meterme tanto en muy grandes ocasiones, y andar tan entregada mi alma en muchas vanidades, que ya yo tenía vergüenza” de orar, de “tornarme a llegar a Dios, y ayudóme a esto, que como crecieron los pecados, comenzóme a faltar el gusto y el regalo en las cosas de virtud (…) comencé a temer de tener oración, de verme tan perdida; y parecíame era mejor andar como los muchos, pues en ser ruin era de las peores, y rezar lo que estaba obligada y vocalmente, que no tener oración mental, y tanto trato con Dios, la que merecía estar con los demonios y que engañaba a la gente; porque en lo exterior tenía buenas apariencias; y ansí no es de culpar la casa donde estaba, porque en mi maña procuraba me tuviesen una buena opinión”. Pero en todo esto aclara: “a Dios jamás me acuerdo haberle ofendido”.
También señala que las demás religiosas no eran de gran ayuda: “que más ha de temer el fraile y la monja, que ha de comenzar de veras a siguir del todo su llamamiento, a los mesmos de su casa, que a todos los demonios; y más cautela y disimulación ha de tener para hablar de la amistad que desea de tener con Dios (…) Y no sé de qué nos espantamos haya tantos males en la Iglesia, pues los que habían de ser el ejemplo, para que todos sacaren virtudes, tienen borrada la labor que el espíritu de los santos pasados dejaron en las religiones. Plega la divina Majestad, ponga remedio en ello, como va que es menester, amén.”
En ese tiempo a ella no le parecía que las conversaciones en el locutorio y en las visitas que hacía, le causaran daño o la distrajeran de su crecimiento espiritual.
Respecto a su relación con Francisco de Guzmán, sin mencionarlo por su nombre, nos dice: “Estando con una persona, bien al principio de conocerla, quiso el Señor darme a entender que no me convenían aquellas amistades, y avisarme, y darme luz en tan grande ceguedad. Representóseme Cristo delante con mucho rigor dándome a entender lo que de aquello le pesaba: vi con los ojos del alma, más claramente que le pudiera ver con los del cuerpo, y quedándome tan impreso, que ha esto más de 26 años, y me parece lo tengo presente. Y quedé muy espantada y turbada, y no quería ver más”.
Como no vio a Cristo con los ojos del cuerpo, no creyó posible haber visto algo y se le ocurrió que esa visión había sido cosa del demonio. Así se aseguró a sí misma que no era algo malo ver a su amigo ni a sus amigas: “ni perdía honra, antes la ganaba, torné a la misma conversación, y aun en otros tiempos a otras; porque fue muchos años los que tomaba esta recreación pestilencial que no me parecía a mí, como estaba en ello, tan malo como era, aunque a veces claro vía no era bueno; mas ninguna me hizo el distraimiento” como esta que digo “porque le tuve mucha afeción”. Una monja, parienta suya, también le advirtió que las conversaciones con esa persona no eran buenas y Teresa se disgustó con ella: “parecíame se escandalizaba sin tener por qué”.
Por esta época le recomendó a su padre la práctica de la oración mental y en cinco años él adelantó bastante. Como se dio cuenta que Teresa no hacía lo que le recomendaba, ella se excusó diciendo que era por sus enfermedades. Su papá le creyó, pero como ella sabía que era mentira se sintió mal por engañarlo.
“No fue sólo a él, sino a otras personas, las que procuré tuviesen oración, aun andando yo en estas vanidades: como las veía amigas de rezar, las decía cómo tenían meditación y les aprovechaba, y dábales libros; porque tenía este deseo de que otras sirviesen a Dios, desde que comencé oración”.

Muerte de su padre y regreso a la oración

La muerte de su padre en 1543, cuando ella tenía 28 años y llevaba siete de religiosa, la estremeció profundamente. En su agonía le pidió a Teresa que siempre sirviera a Dios y viera que todo en este mundo se acaba.
Comencé a tornar a la oración, “aunque no a quitarme de las ocasiones, y nunca más la dejé. Pasaba una vida trabajosísima, porque en la oración entendía mis faltas. Por una parte me llamaba Dios, por otra yo seguía al mundo. Dábanme gran contento todas las cosas de Dios; teníanme atada las del mundo. Parece que quería concertar estos dos contrarios, tan enemigo uno de otro, como es vida espiritual, y contentos, y gustos y pasatiempos sensuales. En la oración pasaba gran trabajo, porque no andaba el espíritu señor, sino esclavo; y ansí no me podía encerrar dentro de mí, que era todo el modo de proceder que llevaba en la oración, sin encerrar conmigo mil vanidades. Pasé ansí muchos años”.
Este conflicto lo vivió continuamente los siguientes diez años y lo resolvió hasta 1553-1554. Desde entonces dejó atrás la batalla de la oración, aquella en que nos dice: “Ni yo gozaba de Dios ni traía contento en el mundo. Cuando estaba en los contentos del mundo, en acordarme lo que debía a Dios era con pena; cuando estaba con Dios las aficiones del mundo me desasosegaban: ello es una guerra tan penosa, que no sé cómo un mes la pude sufrir, cuanti más tantos años”.
Un hecho muy importante para su victoria fue ver en el oratorio la imagen de un Cristo que habían llevado al convento para una fiesta, tenía muchas llagas y al mirarlo “toda me turbó de verle tal, porque representaba bien lo que pasó por nosotros. Fue tanto lo que sentí de lo mal que había agradecido a aquellas llagas, que el corazón me parece se me partía: y arrojéme al lado de él con grandísimo derramamiento de lágrimas, suplicándole me fortaleciese ya de una vez, para no ofenderle (…) estaba ya muy desconfiada de mí, y ponía toda mi confianza en Dios. Paréceme le dije entonces, que no me había de levantar de allí hasta que hiciese lo que le suplicaba”.

Lectura de las Confesiones de San Agustín

Otra cosa que le sirvió para cambiar fue el identificarse con San Agustín en el pasaje de las Confesiones en que relata su conversión. Lo leyó en 1554. Veamos ese pasaje:

“Decíame a mí mismo en mi interior: “Este es el momento. Ahora ha de ser, ahora ha de ser” Y estaba a punto de pasar de la palabra a los hechos. Ya casi lo hacía, pero no lo hacía (…)”
Un día, en el jardín, llorando bajo la higuera me decía: “¿Por qué no poner en esta hora fin a mis torpezas?”. Y oí en la casa vecina a un niño o niña que cantaba: “¡Toma, lee!, ¡Toma, lee!”. Y lo interpreté como un mandato divino para mí. Me levanté y fui hasta donde estaba sentado mi amigo Alipio y abrí el libro que tenía a su lado y leí en silencio el primer capítulo donde se posaron mis ojos: “No en comilonas ni borracheras, no en vivir con mujeres y libertinaje, no en pleitos y envidias, antes vestíos del Señor Jesucristo y no os deis a la carne para satisfacer los deseos inmoderados”. No quise leer más, ni era necesario. Al instante, con las últimas palabras de ese pensamiento, como si una luz de seguridad se hubiese difundido en mi corazón, se disiparon todas las tinieblas de la duda”.

Pero también le ayudó mucho en su propósito ver que San Agustín ponía el encuentro con Dios en la intimidad del propio ser. Él lo había encontrado ahí:

“Entré en la intimidad de mi ser bajo tu guía, y pude hacerlo porque te hiciste tú mi ayudador. Entré y vi con el ojo de mi alma (…) la luz inmutable (…) fue ella la que me hizo, y yo debajo de ella porque por ella fui hecho. Quien conoce la verdad conoce esa luz y quien la conoce, conoce la eternidad”.
“Deslumbraste la debilidad de mi vista con la violencia de tu luz y me estremecí de amor y de horror. Y descubrí que estaba lejos de ti, en la región de la desemejanza, como si oyese que tu voz me decía desde lo alto: “Soy alimento de grandes; crece y me comerás. No me transformarás tú en ti, como asimilas el alimento de tu carne, sino que te transformarás tú en mí”.
“Examiné las demás cosas por debajo de ti y vi que ni son del todo, ni del todo no son. Son, es cierto, porque por ti son, y no son, porque no son lo que Tú eres (…)”.
“Ahora, para mí, es mi bien el estar unido a Dios, porque, si yo no permanezco en El, tampoco podré permanecer en mí. El, en cambio, permaneciendo en sí, renueva todas las cosas”.

Teresa oye voces, tiene visiones y se espanta

Después de diez y ocho años de vivir como religiosa Teresa logra estar solamente con Dios en la oración, sin distraerse, sin ocuparse mentalmente de otras cosas.
En su primer año, al momento de orar, pensaba en sus pecados y en la pasión de Jesucristo, pero con sus dolores de cabeza le parecía casi imposible hacer oración: “Procuraba lo más que podía traer a Jesucristo nuestro bien y Señor dentro de mi presente, y ésta era mi manera de oración. Si pensaba en algún paso, le representaba en lo interior, aunque lo más gustaba en leer buenos libros, que era toda mi recreación; porque no me dio Dios talento de discurrir con el entendimiento ni de aprovecharme con la imaginación, que la tengo torpe”. En sus primeros diez y ocho años “si no era acabando de comulgar, jamás osaba comenzar a tener oración sin un libro; que tanto temía mi alma estar sin él en la oración, como si con mucha gente fuera a pelear (…) la sequedad no era lo ordinario; mas era siempre cuando me faltaba libro, que era luego disbaratada el alma y los pensamientos perdidos: con esto los comenzaba a recoger (…) Parecíame a mí (…) que teniendo yo libros, y como tener soledad, que no habría peligro que me secase de tanto bien”.
Todo esto corresponde al esfuerzo de lo que ella cataloga como el primer grado de oración: el esfuerzo que se tiene que hacer para recoger los sentidos que acostumbran a andar desparramados. Tienen que irse acostumbrado a que no se les dé nada que ver ni oír por horas y en soledad.
Por los años 1553–1554 pasa por lo que ella clasifica como las Moradas Cuartas del Castillo Interior (el alma), cuando en la oración los “sentidos y cosas exteriores parece que van perdiendo su derecho, para que el alma vaya cobrando el suyo, que tenía perdido." Esto corresponde al segundo grado de oración, cuando el alma ya ha alcanzado el recogimiento y los regalos de Dios se dan a conocer más claramente. Dios se comunica con el alma “y quiere que sienta cómo se comunica”. Quiere que entienda que está “tan cerca de ella, que ya no ha de menester enviarle mensajeros, sino hablar ella mesma con El, y no a voces, porque está ya tan cerca, que en meneando los labios la entiende” Quiere que entendamos que nos entiende y lo que hace su presencia y la gran satisfacción que otorga.
Pasó después al tercer grado de oración que no es del todo unión de las potencias: “Ni del todo se pierden ni entienden cómo obran” es un morir casi del todo “a todas las cosas del mundo, y estar gozando de Dios”. Aquí las potencias del alma (memoria, entendimiento y voluntad) están casi del todo unidas, mas no tan disueltas que no obren, “sólo tienen habilidad las potencias para ocuparse todas en Dios”. Toda el alma quiere convertirse en alabanza al Señor “es tanto el gozo” que el alma no cabe en el cuerpo y se quiere salir, quiere morir. “Las virtudes quedan más fuertes”, las flores huelen más y hay mayor humildad porque se ve que hizo poco para todo lo que está sucediendo.
Llegó rápidamente a las Moradas Quintas donde los sentidos ni la imaginación distraen del estar con Dios: “aquí no es menester con artificio suspender el pensamiento hasta amar (…) no entiende cómo, ni qué es lo que ama, ni qué querría, en fin, como quien de todo punto ha muerto al mundo para vivir más en Dios; que ansí es una muerte sabrosa, un arrancamiento del alma de todas las operaciones que puede tener, estando en el cuerpo; deleitosa, porque aunque de verdad parece se aparta el alma de él, para mejor estar en Dios; de manera, que no sé yo si le queda vida para respirar.”
“Ya veis esta alma que la ha hecho Dios boba del todo para imprimir mejor en ella la sabiduría, que ni ve ni oye ni entiende en el tiempo que está ansí, que siempre es breve, y an harto más breve le parece a ella de lo que debe de ser. Fija Dios a sí mesmo en lo interior de aquel alma de manera, que cuando torna en sí, ninguna manera pueda dudar que estuvo en Dios y Dios en ella; con tanta firmeza le queda esta verdad, que auque pase años sin tornarle Dios a hacer aquella merced, ni se le olvida, ni puede dudar que estuvo”.
Todo esto parecía un vuelo suave sobre el mar en un atardecer tranquilo y despejado, pero la calma no duró mucho tiempo. En 1557 se empezó a descontrolar por empezar a oír voces interiores y en 1559 estaba espantada por las visiones que tenía:
“Estando un día del glorioso San Pedro en oración (…) parecióme estaba junto a mí Cristo y vía ser El que me hablaba a mi parecer. Yo como estaba ignorantísima de que podía haber semejante visión, diome gran temor a el principio, y no hacía sino llorar, aunque en diciéndome una palabra sola de asegurarme, quedaba, como solía, quieta y con regalo y sin ningún temor. Parecíame andar siempre al lado Jesucristo; y como no era visión imaginaria, no vía en qué forma: mas estar siempre a mi lado derecho sentíalo muy claro, y que era testigo de todo lo que yo hacía”.
Las voces y las visiones que tuvo en oración le dieron tanto temor que no se atrevía a estar sola, pero por más que quería evitarlas de todos modos se le presentaban. “Y como aunque más hacía no podía excusar esto, andaba afligidísima, temiendo fuere engaño del demonio”.
Esto se lo dijo a su confesor y después a otros: “Como las visiones fueron creciendo, uno de ellos, que antes me ayudaba (que era con quien me confesaba algunas veces, que no podía el ministro) comenzó a decir, que claro era demonio. Mandabame, que ya que no había remedio de resistir, que siempre me santiguase cuando alguna visión viese, y diese higas , y que tuviese por cierto era demonio, y con esto no venía: y que no hubiese miedo, que Dios me guardaría, y me lo quitaría”.
“Tan cierto les parecía que tenía demonio, que me querían conjurar algunas personas. De esto poco se me daba a mí, mas sentía cuando vía yo que temían los confesores de confesarme o cuando sabía les decían algo. Con todo, jamás me podía pesar de haber visto estas visiones celestiales y por todos los bienes y deleites del mundo sola una vez no lo trocara (…) yo me vía crecer en amarle muy mucho”.
“No le faltaban temores, y parecióle que la gente espiritual también podían estar engañada como ella, que quería tratar con grandes letrados, aunque no fueren muy dados a la oración, porque ella no quería sino saber si eran conforme a la sagrada escritura todo lo que tenía”.

¿Por qué Teresa pudo espantarse tanto de oír voces y tener visiones?

Más allá del temor obvio de convertirse en objeto de burla (“le parecía que se reirían de ella”) o de desprecio (“que eran cosas de mujercillas”), le preocupaba mucho lo que pensara el Santo Oficio.
Sus primeras visiones las tuvo poco después del primer Auto de Fe que se efectuó en Valladolid (21 de mayo de 1559) en el que se quemó a 30 herejes y meses antes del segundo que se efectuó en la misma ciudad (8 de octubre de 1559) en el que se llevó a la hoguera a 80 herejes: vestidos con la túnica amarilla, el sambenito, “con una especie de mitras pintadas con llamas y diablos en la cabeza, y un cirio verde en la mano, se dirigieron en procesión a la cárcel o a la hoguera”. En Ávila y en el convento de la Encarnación se habló mucho de ello.
Hablar de ello era algo lógico, además al hacerlo la gente se ajustaba a los propósitos que Nicolás Emerich había fijado en su Manual de Inquisidores, reimpreso en 1503: ““La primera finalidad del proceso y de la condena a muerte no es salvar almas, sino procurar el bien público y aterrorizar al pueblo dándole a conocer la suerte de los acusados proclamando las sentencias en público””.
Para Santa Teresa esos procesos eran una parte muy importante de la historia familiar. Su padre, Don Alfonso Sánchez de Cepeda, cuando tenía diez años, había visto a su padre (el abuelo de Teresa), Juan Sánchez de Toledo, ir en procesión con otros “reconciliados” de iglesia en iglesia, siete viernes seguidos, vestido con un sambenito, en cumplimiento a la condena dictada por el Santo Oficio de Toledo, el 22 de junio de 1485, por los “numerosos y graves crímenes y delitos de herejía y apostasía, contra nuestra santa fe católica” que confesó haber cometido y que escucharon los señores inquisidores.
En realidad el crimen que cometió el abuelo judío de Teresa fue haberse convertido al cristianismo para salvar su vida y sus bienes. En 1478 se había decretado la creación de la Inquisición en Castilla y en 1480 había empezado a funcionar el primer tribunal en Sevilla. La Inquisición en España se creó, principalmente para perseguir a los judíos y a los judíos conversos llamados “marranos” o “nuevos cristianos”.
Cuando el tribunal del Santo Oficio se establecía en una ciudad (en Toledo lo hizo en 1485 y 1486) “primero invitaba a todos los heréticos a que se denunciasen a sí mismos: era el “plazo de gracia”, generalmente de una duración de treinta días. Los que se presentaban para confesar que habían judaizado debían denunciar a todos los judaizantes que conocieran, y recibían el trato de “sospechosos de primer grado” o “leves”; eludían así la tortura y la prisión: se les perdonaban sus pecados tras algunas flagelaciones y humillaciones públicas (el uso obligatorio del infamante y grotesco sambenito) y la confiscación parcial de sus bienes. Además, durante el resto de sus vidas no podían ejercer ningún oficio o profesión honorable, ni vestirse con cierta distinción.”
Después de esta primera etapa, “el tribunal invitaba a todos los buenos católicos que denunciasen a los sospechosos de su vecindad”. “Uno de los motivos más frecuentes de denuncia era tal vez la cocina al aceite, comúnmente considerada como un indicio infalible de judaísmo”.
A los denunciados les iba peor que a los que se denunciaban a sí mismos, sobre todo si eran inocentes y por alguna arbitrariedad los torturaban. El problema para ellos era que no sabían qué crimen confesar para que los dejaran de torturar, como le sucedió a Elvira del Campo, en Toledo, en 1568. Según consta en el acta de la audiencia del tormento, mientras sus torturadores le daban vuelta a la cuerda que le ataba los brazos dijo: ““Desatadme para que pueda recordar lo que debo decir; no sé lo que he hecho, no como cerdo porque me hace daño (…) ¿qué debo decir? (…) Hice todo lo que los testigos dijeron de mí…””.
Un objetivo muy importante de los Reyes Católicos (Fernando e Isabel) al implantar la Inquisición en España fue conseguir los bienes y el dinero que necesitaban para derrotar al Sultanato de Granada, último reducto de los moros en el país.
El papa Sixto IV supo desde el principio el papel que estaba jugando el Santo Oficio en España y escribió su protesta a los Reyes Católicos en 1482. Les dijo que “las actividades del tribunal de Sevilla no obedecían en muchos casos “al fervor por la fe y la preocupación de salvar almas, sino a la codicia y al espíritu de lucro””.
El abuelo de Teresa se denunció a sí mismo para evitar lo peor siendo acusado por otros, pero debió tener suficientes influencias y riqueza para conservar su profesión de comerciante y no perder el título de nobleza a pesar de la condena dictada por el Santo Oficio, cosa que era prácticamente imposible en estos casos. Lo debió hacer tan bien que gracias a eso el papá y los tíos de Santa Teresa pudieron ganar un pleito judicial a las autoridades municipales de Hortigosa y hacer que se reconociera y se admitieran los títulos de nobleza de la familia en 1520.
El gran triunfo fue, sobre todo, el haber dejado bien oculto el pasado judío pues: ““En España –escribía un Franciscano en 1586- no hay tanta infamia en ser blasfemo, ladrón, vagabundo, adúltero, sacrílego o estar contaminado por cualquier otro vicio, como en descender de la casta judía, aun si los antepasados se convirtieron hace dos o tres siglos a la santa fe católica…””.
Gracias a eso Teresa no fue atacada como cristiana nueva, criptojudía o descendiente de “marranos”, pero sí marcó su identidad, pues ella misma se debió llamar Teresa Sánchez Ahumada y en vez de eso se le puso por nombre Teresa Ahumada y Cepeda. Es decir le dieron el primer apellido de su madre (Ahumada) y el primer apellido de su abuela paterna (Cepeda), las dos cristianas “viejas” y nobles. El apellido judío de su padre (que a su vez era resultado de una modificación en el siglo XI) quedó eliminado de su identidad. Incluso en España se reconoció abiertamente que Teresa era nieta de judío convertido hasta 1947. Con anterioridad la sangre judía era una especie de secreto bien guardado. El peso de las viejas labores de la Inquisición repercutió pues, en el caso de Teresa, hasta una época muy reciente.
A Santa Teresa no la atacaron por sus antecedentes judíos, pero sabía muy bien del peso, la influencia y los alcances de la Inquisición española, así que cuando empezó a oír voces y a tener visiones sabía que eso era algo para preocuparse, pues no era un simple suceso del mundo interior sino que era un asunto de Estado en el que la Corona española estaba muy interesada, ya que los inquisidores eran funcionarios gubernamentales designados por los reyes. El libro de su vida y las Relaciones Espirituales fueron actividades realizadas indirectamente dentro de las prácticas inquisitoriales: “La Inquisición y todo su aparato judicial estaban concebidos para ese momento supremo que es la confesión (procedimiento inquisitorial, por oposición al procedimiento acusatorio). “Puesto que la herejía es un pecado del alma, la única prueba posible es la confesión”, escribía Eymerich”.
Todo este contexto histórico lo mencionamos aquí para que se entienda la gran valentía de Teresa al reconocer y asumir lo que espiritualmente le estaba pasando. Había estado batallando mucho para encontrarse con Dios y a la hora que lo hizo resultó algo extraordinariamente peligroso, pero ella no retrocedió, siguió por el camino del encuentro y se arriesgó también a investigar con toda honestidad lo que le estaba pasando.

¿A qué niveles experimentó Teresa la presencia de Dios?

“Yo las visiones y revelaciones las tuve hasta que Dios me dio la oración de unión” que es el cuarto grado de oración. El alma está en unión con Dios y le quedan gracias y efectos de ello: “siente un deleite grandísimo y suave, casi desfallece toda (…) la fuerza exterior se pierde, y se aumenta en las del alma, para mijor poder gozar de su gloria”.
Respecto a lo que el alma experimenta en su interior, el Señor me dijo: ““Deshácese toda, hija, para ponerse más en mí; ya no es ella la que vive, sino yo””.
A la memoria se le queman las alas, la voluntad está ocupada en amar sin entender cómo ama; y el entendimiento entiende sin saber cómo entiende. Uno es llevado a esta unión y no hay manera de resistir: “muchas veces me parecía me dejaba el cuerpo tan ligero que toda la pesadumbre dél me quitaba, y algunas era tanto que casi no entendía poner los pies en el suelo”.
En la década de los sesenta (1560), Santa Teresa vive la vida y su experiencia de la presencia de Dios desde lo que ella clasificó como la Morada Sexta del alma, caracterizada por éxtasis (o arrobamientos), arrebatamientos e ímpetus.
Veamos cómo distingue estos estados del alma de acuerdo a lo que a ella le pasó:
“La diferencia que hay de arrobamiento y arrebatamiento es que el arrobamiento va poco a poco muriéndose a estas cosas exteriores y perdiendo los sentidos y viviendo a Dios. El arrebatamiento viene con una sola noticia que su Majestad da en lo muy íntimo del alma, con una velocidad que la parece que la arrebata a lo superior de ella, que a su parecer se le va del cuerpo; y así es menester animo a los principios para entregarse en los brazos del Señor, que la lleve a do quisiera, porque, hasta que su Majestad la pone en paz adonde quiere llevarla, digo llevarla que entienda cosas altas, cierto, es menester a los principios estar bien determinada a morir por El; porque la pobre alma no sabe qué ha de ser aquello”.
“Parécele que toda junta ha estado en otra región muy diferente de en esta que vivimos, adonde se le muestra otra luz tan diferente de la de acá, que si toda su vida ella la estuviera fabricando junto con otras cosas, fuera imposible alcanzarlas; y acaece que en un instante le enseñan tantas cosas juntas, que en muchos años que trabajara en ordenarlas con su imaginación y pensamiento, no pudiera de mil partes la una. Esto no es visión intelectual, sino imaginaria, que se ve con los ojos del alma, muy mejor que acá vemos con los del cuerpo, y sin palabras se le da a entender algunas cosas; digo como si ve algunos santos: los conoce como si los hubiera mucho tratado. Otras veces, junto con las cosas que ve con los ojos del alma por visión intelectual, se le representan otras, en especial multitud de ángeles, con el Señor de ellos, y sin ver nada con los ojos del cuerpo ni del alma, por un conocimiento admirable que yo no sabré decir”.
“Ímpetus llamo yo a (…) una memoria que viene de presto de que está ausente de Dios (…), parécele que está en una tan gran soledad y desamparo de todo, que no se puede escribir, porque todo el mundo y sus cosas le dan pena, y que ninguna cosa criada le hace compañía, ni quiere el alma sino al Criador, y esto velo imposible si no muere (…) vese como colgada entre cielo y tierra, que no sabe qué se hacer de sí (…) baste que de media hora que dure, deja tan descoyuntado el cuerpo y tan abiertas las canillas, que aún no quedan las manos para poder escribir y con grandísimos dolores”.
“Otra manera harto ordinaria de oración es una manera de herida que parece al alma como si una saeta la metiesen por el corazón o por ella misma. Así causa un dolor grande que hace quejar, y tan sabroso que nunca querría le faltase. Este dolor no es en el sentido, ni tampoco es llaga material, sino en lo interior del alma, sin que parezca dolor corporal; sino que, como no se puede dar a entender sino por comparaciones, ponense estas groseras, que para lo que ello es lo son, mas no sé yo decirlo de otra suerte. Por eso no son estas cosas para escribir ni decir, porque es imposible entenderlo, sino quien lo ha experimentado”.
“Otras veces parece que esta herida del amor sale de lo íntimo del alma; los efectos son grandes; y cuando el Señor no lo da, no hay remedio aunque más se procure, ni tampoco dejarlo de tener cuando El es servido de darlo. Son como unos deseos de Dios tan vivos y tan delgados, que no se pueden decir; y como el alma se ve atada para no gozar como querría de Dios, dale un aborrecimiento grande con el cuerpo, y parécele como una gran pared que la estorba para que no goce su alma de lo que entiende entonces, a su parecer, que goza en sí, sin embarazo del cuerpo.”

A manera de ejemplo podemos transcribir algunas de sus visiones de esta época:

“Vi a la Humanidad sacratísima con más ecsesiva gloria, que jamás la había visto. Representóseme, por una noticia admirable y clara, estar metido en los pechos del Padre y esto no sabré yo decir cómo es, porque sin ver (me pareció) me vi presente de aquella Divinidad. Quedé tan espantada y de tal manera, que me parece pasaron algunos días, que no podía tornar en mí; y siempre me parecía traer presente a aquella majestad del Hijo de Dios, aunque no era como la primera”.
Una mañana de lluvia me sucedió un gran éxtasis en la iglesia: “pareciome vi abrir los cielos, no una entrada como otras veces he visto. Representóseme el trono, que dije a vuestra merced he visto otras veces, y otro encima de él, adonde, por una noticia que no sé decir, aunque no lo vi, entendí estar la Divinidad (…) Y la gloria que entonces en mí sentí, no se puede escribir, ni aun decir, ni la podrá pensar quien no hubiere pasado por esto. Entendí estar allí todo junto lo que se puede desear, y no vi nada (…) vi que eran dos horas las que había estado en aquel éxtasis y gloria. Espantabame después cómo en llegando a este fuego (…) parece que se consume el hombre viejo de faltas y tibieza y miseria, y a manera de cómo hace el ave fenis y de la mesma ceniza, después que se quema sale otra: así queda hecha otra el alma después con diferentes deseos y fortaleza grande. No parece es la de antes, sino que comienza con nueva puridad el cambio del Señor.”
“Estado una noche tan mala, que quería escusarme de tener oración, tomé un rosario por ocuparme vocalmente, procurando no recoger el entendimiento, aunque en lo esterior estaba recogida en un oratorio: cuando el Señor quiere, poco aprovechan estas diligencias. Estuve ansí bien poco, y vínome un arrobamiento de espíritu con tanto ímpetu, que no hubo poder resistir. Parecíame estar metida en el cielo, y las primeras personas que allá vi, fue a mi padre y madre, y tan grandes cosas en tan breve espacio, como se podría decir un Ave María, que yo quedé bien fuera de mí, pareciéndome demasiada merced”.
“Acaeciome a mí una ignorancia al principio que no sabía que estaba Dios en todas las cosas; y, como me parecía estar tan presente, parecíame imposible: dejar de creer que estaba allí no podía, por parecerme casi claro había entendido estar allí su mesma presencia. Los que no tenían letras, me decían que estaba sólo por gracia; yo no lo podía creer; porque como digo, parecíame estar presente”.
“Estando una vez en oración, se me representó muy en breve, sin ver cosa formada, mas fue una representación con toda claridad, como se ven en Dios todas las cosas, y como las tiene todas en sí”.
Teresa en sus escritos cuenta muchas visiones y encuentros con santos, difuntos, demonios e incluso hay un relato de su estancia en el infierno: “Estando en tan pestilencial lugar tan sin poder esperar consuelo, no hay sentarse, ni echarse, ni hay lugar, aunque me pusieron en éste como agujero hecho en la pared, porque estas paredes que son espantosas a la vista aprietan ellas mesmas, y todo ahoga: no hay luz, sino todo tinieblas oscurísimas…”.
Para lo que aquí se pretende, respecto a la Sexta Morada, basta con los ejemplos mencionados.

Séptima Morada. El matrimonio espiritual

Santa Teresa tiene a bien advertirle a Vicente de la Fuente: ““No habéis de entender estas moradas una en pos de otra como cosa hilada”” y esto queda claro en la historia de su vida, porque lo que le va sucediendo en cada etapa no va correspondiendo en todas las cosas a una morada u otra. Herraiz, sin embargo, ubica a Teresa en el estado de matrimonio espiritual en el año de 1572, cinco años antes de que escribiera el libro El castillo interior que es su obra cumbre y es donde describe la Séptima Morada que es “adonde sólo su Majestad mora”.
Cuando Dios concede el matrimonio espiritual “primero la mete en su morada, y quiere su majestad que no sea como otras veces que la ha metido en estos arrobamientos, que yo bien creo que la une consigo entonces, y en la oración que queda dicha de unión, aunque no le parece a el alma que es tanta llamada para entrar en su centro como aquí en esta morada, sino a la parte superior. En esto va poco: sea de una manera u de otra, el Señor la junta consigo; mas es haciéndole ciega y muda, como lo quedó san Pablo en su conversión, y quitándola el sentir cómo u de qué manera es aquella merced que goza; porque el gran deleite que entonces siente el alma es de verse cerca de Dios. Mas cuando la junta consigo ninguna cosa entiende, que las potencias todas se pierden. Aquí es de otra manera; quiere ya nuestro buen Dios quitar las escamas de los ojos, y que vea y entienda algo de la merced que le hace, anque es por una manera estraña y metida en aquella morada por visión intelectual; por cierta manera de representación de la verdad, se le muestra la santísima Trinidad, todas tres personas, con una inflamación que primero viene a su espíritu, a manera de una nube de grandísima claridad, y esta personas distintas, y por una noticia admirable que se da a el alma entiende con grandísima verdad ser todas tres personas una sustancia y un poder y un saber y un solo Dios; de manera que lo que tenemos por fe allí lo entiende el alma, podemos decir, por vista, aunque no es vista con los ojos del cuerpo ni del alma porque no es una visión imaginaria. Aquí se comunican todas tres personas, y la hablan, y la dan a entender aquellas palabras que dice el Evangelio que dijo el Señor: que venía El, el Padre y el Espíritu Santo a morar con el alma, que la ama y guarda sus mandamientos. ¡Oh, válame Dios! ¡Cuan diferente cosa es oír estas palabras y creerlas, a entender por esta manera cuán verdaderas son!”
“Hay grandísima diferencia de todas las pasadas a las de esta morada, y tan grande del desposorio espiritual al matrimonio espiritual, como lo hay entre dos desposados, a los que ya no se puede apartar. Ya he dicho que anque se ponen estas comparaciones, porque no hay otras más a propósito, que se entienda que aquí no hay memoria de cuerpo más que si el alma no estuviese en él, sino sólo espíritu, y en el matrimonio espiritual, muy menos, porque pasa esta secreta unión en el centro muy interior del alma, que debe ser adonde está el mesmo Dios, y, a mi parecer, no ha menester puerta por donde entre: digo que no es menester puerta, porque en todo lo que se ha dicho hasta aquí parece que va por medio de los sentidos y potencias, y este apartamiento de la Humanidad del Señor ansí debía ser; más lo que pasa en la unión del matrimonio espiritual es muy diferente. Aparécese el Señor en este centro del alma sin visión imaginaria, sino intelectual, anque más delicada que las dichas, como se apareció a los Apóstoles, sin entrar por la puerta, cuando les dijo “Paz vobis”. Es un secreto tan grande y una merced tan subida lo que comunica Dios allí a el alma en un instante, y el grandísimo deleite que siente el alma, que no sé a qué le comparar, sino a que quiere el Señor manifestarle por aquel memento la gloria que hay en el Cielo, por más subida manera que por ninguna visión ni gusto espiritual. No se puede decir más de que, a cuanto se puede entender, queda el alma, digo el espíritu de esta alma, hecho una cosa con Dios, que, como es también espíritu, ha querido su Majestad mostrar el amor que nos tiene en dar a entender a algunas personas hasta adónde llega, para que alabemos su grandeza; porque de tal manera ha querido juntarse con la criatura, que ansí como los que ya no se pueden apartar, no se quiere apartar El de ella. El desposorio espiritual es diferente, que muchas veces se apartan y la unión también lo es, porque anque unión es juntarse dos cosas en una, en fin, se pueden apartar y quedar cada cosa por sí, (94) como vemos ordinariamente, que pasa de presto esta merced del Señor, y después se queda el alma si aquella compañía, digo de manera que lo entiendas. En estotra merced del Señor no, porque siempre queda el alma con su Dios en aquel centro. Digamos que sea la unión como si dos velas de cera se juntasen tan en estremo que toda luz fuese una, u que el pabilo y la luz y la cera es todo uno; mas después bien se puede apartar la una vela de la otra, y quedan en dos velas, y el pabilo de la cera. Acá es como si cayendo agua del cielo en un río u fuente, adonde queda hecho todo agua, que no podrán ya dividir ni apartar cuál es el agua del río u lo que cayó del cielo (…) Quizá es esto lo que dice San Pablo: “El que se arrima y allega a Dios, hácese espíritu con El””.

“Veamos qué vida hace u qué diferencia hay de cuanto ella vivía, porque en los efetos veremos si es verdadero lo que queda dicho”:

“El primero, un olvido de sí, que, verdaderamente, parece ya no es, como queda dicho, porque toda está de tal manera, que no se conoce ni se acuerda que para ella ha de haber Cielo ni vida ni honra, porque toda está empleada en procurar la de Dios, que parece que las palabras que le dijo su Majestad hicieron efeto de obra, que fue que mirase por sus cosas, que El miraría por las suyas. Y ansí, de todo lo que puede suceder no tiene cuidado, sino un estraño olvido que, como digo, parece ya no es, ni querría ser nada, nada, si no es para cuando entiende que puede haber por su parte algo en que acreciente un punto la gloria y hora de Dios, que por esto ponía muy de buena gana su vida.”
“Lo segundo, un deseo de padecer grande, mas no de manera que le inquiete como solía; porque es tanto estremo el deseo que queda en estas almas de que se haga la voluntad de Dios en ellas, que todo lo que su Majestad hace tienen por bueno: si quisiere que padezca, en horabuena si no, no se mata como solía”.
“La diferencia que hay aquí en esta morada es lo dicho: que casi nunca hay sequedad ni alborotos interiores de los que había en todas las otras a tiempos, sino que está el alma en quietud casi siempre”.
También sucede que raramente está en arrobamientos. “Ahora, u es que halló su reposo, u que el alma ha visto tanto en esta morada, que no se espanta de nada, u que no se halla con aquella soledad que solía, pues goza de tal compañía. En fin, hermanas, yo no sé qué sea la causa”.

“Siempre hemos visto que los que más cercanos anduvieron a Cristo nuestro Señor fueron los de mayores trabajos: miremos los que pasó su gloriosa Madre y los gloriosos apóstoles. ¿Cómo pensáis que pudiera sufrir San Pablo tan grandísimos trabajos? Por él podemos ver qué efetos hacen las verdaderas visiones y contemplación cuando es de nuestro Señor, y no imaginación u engaño del Demonio. ¿Por ventura escondiose con ellas para gozar de aquellos regalos, y no entender en otra cosa? Ya los veis, que no tuvo día de descanso, a lo que podemos entender, y tampoco le debía tener de noche, pues en ella ganaba lo que había de comer”.
“Porque poco me aprovecha estarme muy recogida a sola, haciendo atos con nuestro Señor, propuniendo y prometiendo de hacer maravillas por su servicio, si en saliendo de allí, que se ofrece la ocasión, lo hago todo al revés”.

Su estado espiritual el año anterior a su muerte

La última relación espiritual la escribió, un año antes de su muerte (1581), a Don Alonso Velázquez, antiguo confesor suyo, y por esas fechas obispo de Osma:

“La quietud y sosiego con que se halla mi alma; porque de que ha de gozar de Dios tiene ya tanta certidumbre, que le parece goza el alma que ya le ha dado la posesión, aunque no el gozo. Como si uno hubiese dado una gran renta a otro con muy firmes escuras para que la gozara de aquí a cierto tiempo y llevara los frutos; mas hasta entonces no goza sino de la posesión que ya le han dado de que gozará esta renta. Y con el agradecimiento que le queda, ni la querría gozar, porque le parece que no la ha merecido, sino servir, aunque sea padeciendo mucho, y aun algunas veces parece que de aquí al fin del mundo sería poco para servir a quien le dio esta posesión. Porque, a la verdad, ya en parte no está sujeta a las miserias del mundo como solía; porque aunque pasa más, no parece sino que es como en la ropa, que el alma está como en un castillo en señoría, y así no pierde la paz, aunque esta seguridad no quita un gran temor de no ofender a Dios, y quitar todo lo que le puede impedir a no le servir, antes anda con más cuidado. Mas anda tan olvidada de su propio provecho, que le parece ha perdido en parte el ser, según anda olvidada de sí. En esto todo va a la honra de Dios y como haga más su voluntad y sea glorificado”.
“Lo de las visiones imaginarias ha cesado; mas parece que siempre se anda esta visión intelectual de estas tres Personas, y de la Humanidad, que es, a mi parecer, cosa muy más sabida; y ahora entiendo, a mi parecer, que eran de Dios las que he tenido, porque disponían el alma para el estado en que ahora está sino como tan miserable y de poca fortaleza, ibala Dios llevando como veía era menester; mas, a mi parecer, son de preciar cuando son de Dios mucho.”
“Las hablas interiores no se han quitado, que cuando es menester me da Nuestro Señor algunos avisos; y aun ahora en Palencia se hubiera hecho un buen borrón, aunque no de pecado, si no fuera por esto”.
“Los actos y deseos no parece llevan la fuerza que solían, que aunque son grandes, es tan mayor la que tiene el que se haga la voluntad de Dios y lo que sea más su gloria, que como el alma tiene bien entendido que Su Majestad sabe lo que para esto conviene y está tan apartada de interés propio, acábanse presto estos deseos y actos, y a mi parecer no llevan fuerza. De aquí procede el miedo que traigo algunas veces, aunque no con inquietud y pena como solía, de que está el alma embobada, y yo sin hacer nada, porque penitencia no puedo. Actos de padecer y martirio y de ver a Dios, no llevan fuerza, y lo más ordinario no puedo. Parece vivo sólo para comer y dormir y no tener pena de nada, y aun esto no me la da, sino que algunas veces, como digo, temo no sea engaño; mas no lo puedo creer, porque a todo mi parecer, no reina en mí con fuerza asimiento de ninguna criatura ni de toda la gloria del cielo, sino amar a este Dios que esto no se menoscaba, antes, a mi parecer, crece y el desear que todos le sirvan”.
“Mas con esto me espanta una cosa, que aquellos sentimientos tan excesivos e interiores que me solían atormentar de ver perder las almas y de pensar si hacía alguna ofensa a Dios, tampoco lo puedo sentir ahora así, aunque, a mi parecer, no es menor el deseo de que no sea ofendido”.
“la muerte ni la vida se quiere, si no es por poco tiempo cuando desea ver a Dios: mas luego se le representa con tanta fuerza estar presentes estas tres Personas, que con esto se ha remediado la pena de esta ausencia y queda el deseo de vivir, si El quiere, para servirle más; y si pudiese ser parte que siquiera un alma le amase más y alabase por mi intercesión, que aunque fuese por poco tiempo, le parece importa más que estar en la gloria”.

Conclusión

Una de las más significativas visiones que tuvo Santa Teresa, porque explican la manera en que entendió su vida, fue la contemplación de las almas poderosas y las almas impotentes: de las primeras veía que recibían de Dios el poder que gobierna la Tierra; las segundas aparecían como personas atrapadas en la oscuridad, atadas, con los ojos tapados, sin poder ver, oír, ni andar. Unas representaban a las almas en gracia y las otras en pecado. Esta visión complementa a la otra que tuvo en la que se le representó con claridad “como se ven en Dios todas las cosas, y como las tiene todas en sí”.
La palabra gracia, Teresa la entiende aquí como el poder de Dios que gobierna todo lo que existe. Tener o estar en gracia es, entonces, tener o estar atada al poder de Dios. Esa concepción es perfectamente compatible y hasta explica la definición de “gracia” de la Real Academia Española: cualidad o conjunto de cualidades que hacen agradable a la persona o cosa que las tiene; atractivo independiente de la hermosura de las facciones, que se advierte en la fisonomía de algunas personas; don o favor que se hace sin merecimiento particular; concesión gratuita; afabilidad y buen modo en el trato con las personas; habilidad y soltura en la ejecución de algo.
Santa Teresa tenía mucha “gracia” tanto en el sentido espiritual como en el definido por la Real Academia. Eso fue lo que le permitió realizar las reformas que llevó a cabo y, además, mantener su enorme influencia hasta el momento actual.
Teresa se llena de gracia al unirse a Dios en el centro de su alma: con todos sus sentidos, su memoria, su entendimiento, su voluntad, sus acciones. Esta unificación de su vida en Dios la logró entre los 41 y los 44 años (1556-1559), y llegará a su culminación a sus 57 años (1572) en lo que llamó “matrimonio espiritual” o acceso a la Séptima Morada del alma.
Desde esta unión con Dios despliega su actividad creadora y reformadora empezando con la fundación de su primer convento (1560) siguiendo la primitiva regla de la Orden del Carmelo. Aquí empezó a concretarse “su poder” contagioso que se fue expandiendo por diferentes lugares de España: Medina del Campo, Valladolid, Toledo, Valencia, Segovia, Salamanca, etc. Lo que implicará sumergirse en mil actividades que incluyen: negociaciones personales con funcionarios del Imperio Español, altos y bajos, desde el rey Felipe II hasta autoridades pueblerinas; negociaciones también con funcionarios eclesiásticos de todo tipo: cardenales, arzobispos, obispos, sacerdotes, monjas, novicias… y una diversidad de actividades con gente de todas las clases sociales.
La vida de Santa Teresa la podemos distinguir en un doble movimiento. El primero que se caracteriza por el proceso de unificación de su vida, su viaje desde la periferia al centro del alma, que dura más de 20 años (1535-1556); y el segundo movimiento que es la diversificación de sus actividades a partir de su centro y que abarcan entre los 23 y 26 años restantes de su vida.
Esta experiencia vital la lleva a ver a cada ser humano como un árbol de la vida que está plantado en las mismas aguas vivas de la vida que es Dios y a comparar al que está desconectado de ese centro vital con un tullido o paralítico “que anque tiene pies y manos no los puede mandar”.
El relato que nos dejó de su experiencia coincide con un poeta místico hindú-musulmán que fue casi contemporáneo de Teresa, Kabir de Benarés (1440-1518). El escribió acerca de Dios: “Espéralo mientras vives, conócelo mientras vives, compréndelo mientras vives; pues en la vida está la liberación. Si tus ligaduras no son rotas mientras vives, ¿qué esperanza de liberación hay en la muerte? Es sólo un sueño vacío la idea de que el alma tendrá unión con El porque ha pasado del cuerpo. Si a él se le encuentra ahora se le encuentra después. Si no, sólo vamos a morar en la ciudad de la muerte. Si tienes unión ahora, la tendrás luego”.
Lo más notable de la vida de Teresa fue la creencia de que podía encontrar a Dios en su interior y que al encontrarlo concluyera que la unión con Dios es el mayor bien al que puede aspirar cualquier ser humano y que esa unión es una plenitud, una felicidad, inenarrable e inimaginable.

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